19.10.11

París

La sangre, fluyendo por sus venas, por su boca, calentando su vientre, estrujando su corazón con fuerza a cada trago. Mientras las mejillas de ella palidecen y su vestido de negro terciopelo es manchado por unas gotas de esa preciosa sangre, como si fueran rubíes, bellas lágrimas cristalizadas al momento de caer de la boca de él, hacia la superficie tersa del escote de ella.

En su mirada, el vacío del dolor mezclado con el placer que le dan las ligeras pulsaciones de los punzantes colmillos, que rasgan su piel, penetran su alma y devoran su vida lenta y apasionadamente. En los ojos de él, no hay más que deseo, hambre nunca satisfecha y demasiados siglos alojados. Tiempos mejores, sabiduría no revelada sobre lo que existirá y las eternas dudas de la humanidad que le resta y la que se niega a perder, por que es su eterno recordatorio de que alguna vez, pudo ver el sol sin herirse.

No le ruega por su vida, le ruega por su eternidad. Por conservar su juventud, por ver pasar ante sus ojos miles de noches llenas de secretos, por jamás tener que volver a despertar sabiéndose mortal. Se lo dice sin abrir los labios, cada vez más pálidos y helados, sin mediar más allá de un pensamiento escrito en su sangre, que él lee bebiéndola, poco a poco, como se debe de leer la vida.

Se sumerge en sus recuerdos: las noches que ella pasa escribiendo sobre criaturas que no existen, pero que ruega que existieran, las risas de las tardes con los pocos que verdaderamente ama, los cielos de otoño, las lunas de invierno....y el sol, en todas las formas que lo puede recordar. Ella continua su plegaria muda, mientras él se pierde cada vez más entre todas las imágenes que le da la vida que se escurre entre sus colmillos.

Quiere ver nuevos mundos, esto es por lo que siempre ha esperado.

No quiere lastimarla, sabe que el mundo se vuelve frío cuando te das cuenta de lo que en verdad eres.

El dolor aumenta, pero no el físico, sino el que siente en su corazón, siente la esperanza perdida, y junto con eso, el desamparo y la soledad de él.

Se detiene y le habla al oído, susurrándole en francés, que no puede hacer lo que ella quiere. Que es demasiado para él, pero aún más para ella. La vida entre las sombras no es tan dulce como se la ha imaginado al ver la luna. Todo es lánguido, todo es fúnebre, y nunca vuelve a existir calor que reconforte.

Le lanza una última súplica, con los labios entre abiertos como botón de rosa, con una voz dulce y cálida para conmoverlo. Y el la toma entre sus brazos, le pide perdón por romper sus ilusiones y se bebe la poca sangre que quedaba en su cuerpo.

Reposa su cuerpo sobre la cama, con la cabeza girada hacia el balcón. Abre la ventana y le cobija suavemente, para que simule estar dormida. Sale por la puerta, y la deja ahí, para brindarle algo que él quisiera, pero que sabe que nadie podrá cumplirle: ver el amanecer sobre París, una vez más.



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